The Literary Review: Issue 10
FICTION Page 12
La enana
by Anthony Dawson
Vivo en un apartamento que da al patio del condominio y también a la calle. Una señora de mediana edad aparca regularmente su nuevo y reluciente coche en las inmediaciones y procede a pasear su enorme perro por delante del apartamento al comenzar su recorrido por el barrio. La señora en cuestión es una enana que presenta todas las características de una persona con acondroplasia: extremidades cortas, nalgas prominentes y cabeza grande. Sólo en un par de ocasiones hemos coincidido en la calle. En cada ocasión, nos saludamos y ella sigue su camino, y yo el mío.
No dejaba de pensar en lo difícil que debió ser para ella, en que probablemente tuvo una infancia bastante infeliz porque los niños en general pueden ser muy crueles con cualquiera que parezca diferente a ellos. Haciendo memoria, me acordé de varios enanos que había conocido personalmente, como cierto periodista de Salamanca muchos años antes, pero él tenía la ventaja, si es que se puede calificar así, de ser un enano proporcionado. Era igual que cualquier otra persona, salvo que era muy bajito. Sin embargo, todos los demás enanos que había visto eran del tipo desproporcionado, como mi vecina, y solían actuar en circos o en espectáculos como los Bomberos Toreros.
Un día, mientras paseaba por la ciudad, vi a la señora enana sin su perro, rodeada de media docena de adolescentes que la acosaban claramente. A lo mejor ellos dirían que sólo gastaban bromas, pero sus “bromas” eran de las más pesadas y desagradables. Ya te puedes imaginar el tipo de cosas: “¿Dónde está Blancanieves, pues?” o “¿Cuál eres tú? ¿Mudita? ¿Cuándo llegan los otros seis?” Yo ya soy un hombre mayor. De hecho, nací el mismo año en que se estrenó la película de Blancanieves y los siete enanos. Sin embargo, a pesar de mis años, no iba a pasar por alto lo que esos chicos estaban montando, así que me acerqué a esa banda de jóvenes matones y le pregunté con intención al que tenía granos en la cara a qué venía tanto acoso. “Andando, abuelo, o tal vez te pase algo”, me espetó el chulo.
Debido a mi edad y a que es inevitable toparse con matones engreídos como esta pandilla, siempre llevo en mi mochila una barra de acero de 30 cm para afilar cuchillos de trinchar. Un fuerte golpe en la muñeca o en los dedos detiene rápidamente cualquier agresión, al igual que un golpe en la ingle. Estaba a punto de sacarla de mi mochila, cuando la enana me dijo: “No se preocupe, señor. Yo misma me ocupo de esto”. Se volvió hacia el gañán que me había amenazado y le dijo dulcemente: “¿Cómo está tu acné, hijo mío? ¿Crees que no puede empeorar? Parece que no has oído hablar del virus de la viruela del mono.” Y con eso, le señaló la cara con el dedo índice. Inmediatamente, el cutis del chico estalló en una masa florida y burbujeante de pústulas supurantes. Me costó trabajo ver dónde estaban sus ojos. Los otros cinco adolescentes se estremecieron, se pusieron pálidos, (y los pies en polvorosa), aterrorizados de que les ocurriera lo mismo. “Gracias por ser un caballero e intervenir en mi favor, pero como Vd. ve soy capaz de cuidarme sola. En realidad, no necesito que mi perro me proteja tampoco. Simplemente me gustan los perros. Por cierto, me llamo Griselda y tengo mi propio negocio de magia online. ¿Quiere mi aplicación?”