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a journal of literature & art

The Literary Review: Issue 9

Fiction     Page 12

Nueva York. Invierno de 1993, verano de 2020
by
Sonia Rivera Valdés

La corrupción de lo mejor es lo peor: San Jerónimo

Es el invierno de 1993. Es una noche cerca de Navidad y está cayendo nieve. Yo estoy parada en la esquina de la Tercera Avenida y la calle 12 en Manhattan. Estoy esperando que la luz del semáforo cambie de roja a verde para cruzar y llegar a mi apartamento en la calle 12 entre la Tercera y la Segunda Avenida. Junto a mí hay tres o cuatro personas más, también esperando que cambie la luz del semáforo. Cae mucha nieve, hace mucho frío. Todo el mundo camina de prisa. Los que estamos detenidos esperando el cambio de luz caminaremos con igual prisa tan pronto el semáforo nos dé permiso. De momento una persona se acerca al grupo. Tengo la cabeza baja para evitar que la nieve me dé en la cara, pero aún así diviso un hombre que renquea de una pierna y lleva un desgastado abrigo tipo parka. Se detiene junto a quienes esperamos, muy cerca, extiende la mano, metida en un guante casi invisible por la nieve que le ha caído encima, y entonces habla. Habla en un inglés gangoso y sin acento. Pide dinero para comer. Lo repite varias veces. Nadie se inmuta. Yo continúo con la cabeza baja porque el viento hace sentir aún peor la nevada. Cambia la luz, y con las manos siempre dentro de los bolsillos, el grupo se dispone a cruzar la calle. Pero antes de que empezáramos a andar, en los segundos que demoró en apagarse la luz roja y encenderse la verde, él, el hombre que renquea, con la mano extendida vacía, dice: “I am somebody’s child.” Yo soy el hijo de alguien. Todos continuamos nuestro camino. No sé cómo fue el de los demás, yo seguí el mío, abrí la puerta del edificio, la de mi apartamento y me fui a la cama aquella noche escuchando como una letanía, I am somebody’s child, en su inglés gangoso y sin acento. Ahora estamos en junio de 2020. Estoy en Nueva York y asola el mundo la pandemia de coronavirus. Los Estados Unidos ocupan el número uno de enfermos y muertos. Contagiadas hay más de 2,000,000 de personas. Muertas hay más de 120,000, y el estado de Nueva York ocupa el número uno de enfermos y muertos en el país, aunque en estos momentos el número ha decrecido notablemente en contraste con otros estados en que está aumentando. De acuerdo a un estudio de Columbia University, si los Estados Unidos hubieran ordenado quedarse en casa y mantener la distancia social solamente dos semanas antes de la fecha en que lo hicieron, 83% de las muertes por coronavirus confirmadas a principios de mayo se hubieran evitado. Esto significa que 54,000 estadounidenses, que no lo están, estuvieran vivos. Esto fue en mayo, ahora, por supuesto, las cifras son más altas. El Centro de Prevención y Control de Enfermedades proyecta de 124,00 a 140,000 muertes para el 4 de julio. Aún no estamos a mediados de junio y, como dije anteriormente, más de 2,000,000 han contraído el virus y más de 120,000 han muerto. Hay bastante más porque muchos inmigrantes y gente sin seguro médico, que suman millones, al enfermarse no acuden a los hospitales y mueren en sus casas. Esas muertes no se incluyen en las estadísticas oficiales de la pandemia. La gran mayoría de los que han muerto y de los que mueren a diario son negros y latinos. Y yo aquí, sentada delante de mi computadora he visto, día tras día, cómo camiones repletos de ataúdes de pino, llevando dentro cada uno de ellos el cadáver de una persona muerta de coronavirus son tirados en fosas comunes en Hart Island, una isleta cerca del Bronx donde está ubicado el cementerio público de esta ciudad, destinado a enterrar indigentes, presidiarios y personas que, según dicen, han muerto y nadie ha reclamado sus cadáveres. Hart Island tiene una larga y macabra historia en la cual no voy a entrar ahora, pero sólo voy a decir que su primer uso público fue entrenar tropas “de color” de Estados Unidos en 1864. En tiempos regulares se entierran aproximadamente veinticinco cadáveres a la semana. En el mes de abril y mayo de 2020 fueron depositados en esas fosas comunes un promedio de veinticinco al día, y yo mientras contemplaba cómo las grúas levantaban de los camiones los ataúdes de pino para dejarlos caer en las enormes fosas, amontonados unos sobre otros sin siquiera un nombre grabado para recordar que una vez fueron seres humanos, recordaba aquella noche de invierno de 1993 cuando cruzaba la Tercera Avenida durante una nevada, y me volvía de manera lacerante la imagen del hombre que renqueaba de una pierna, con su parka desgastada y su voz gangosa. Cuántas de las personas que yo estaba viendo depositar en Hart Island habrán dicho o pensado antes de morir: “Yo soy el hijo de alguien, o la hija.”
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