“Me voy a suicidar esta tarde,” dijo él. “Queda suficiente dinero en el banco para mantenerte el resto de tu vida.”

“¡Pues no te ahorques, que no quiero que te quedes por aquí pendiente de mí, sobre todo muerto!” le espetó. “No me apetece toparme con carroña en casa.”

“Podía levantarme la tapa de los sesos, si lo prefieres. Compraré una pistola.”

“No puedes hacer eso. ¡Pondrás las paredes pérdidas de sangre, joder!” gruñó ella.

“¿Por qué no pruebas a empapelar las paredes de plástico?” sugirió el marido.

“¡Ni hablar! Seguirá pareciéndose a las malditas Cataratas del Niágara…,” fue la respuesta.

“Bueno, podía optar por la estricnina o el cianuro,” farfulló en voz baja.

“¿Y qué pasa si nuestra perra te lame la cara?” chilló horrorizada. “¿Y estira la pata? Eres tan egoísta.”

“¿Qué pasa? ¿Tengo que pensar en todo? Deja fuera de casa a la perra, por si acaso y ya está. ¿Y qué te parece si me corto las venas mientras estoy relajándome en la bañera?”

“¡No me vengas con milongas! ¿No se te ocurre que yo tendré que usar la bañera después, psicópata de mierda? ¿Por qué no te metes en el bar de al lado y te emborrachas hasta caer muerto?”

“La bebida me pone enfermo. ¿Por qué no me regañas tú hasta matarme?”

“Porque eso no sería un suicidio, mamón, sería un asesinato.  Por mucho que me gustaría verte expirar, no quiero terminar en chirona y oírte dar vítores desde el más allá. Prefiero disfrutar de tus ahorros.”

“Creo que hemos llegado a un punto muerto.”

“Nunca mejor dicho,” respondió ella.

“Mejor hablamos de esto otro día.”

“Vale. Ya que has dejado de delirar, guardamos la soga, el veneno y el plástico y nos vamos a dar un paseo.”

“De acuerdo. Este coronavirus me pone de los nervios….”