Llegaba casi siempre tarde y se sentaba atrás del todo, en la esquina del aula, al lado de unas muchachas peruanas con las que había hecho amistad. Entraba saludando con una mezcla de cortesía natural y aprendida, y se disculpaba por no llegar a tiempo. Lo que más me molestaba de que llegara tarde no es que llegara tarde en sí, sino que me privaba de una presencia que llenaba el salón. Enseguida dejó de llegar tarde y empezó a faltar, y el día que a aquel muchacho se le ocurría venir, yo no podía disimular lo contenta que me ponía. Me pasa de vez en cuando con algunos estudiantes y, con este, acabé encariñándome porque se había criado en el mismo pueblo de México donde yo había vivido un año, y me traía a la memoria un vocabulario del que había llegado a olvidarme. También porque era de todos los estudiantes el que mejor escribía y el que sabía poner en el mapa los lugares más apartados del planeta. Claro que tampoco esto era ninguna casualidad, pero cuando me enteré, me vi en la obligación de hacer una excepción con los sentimientos encontrados que los veteranos me provocan.

Aproveché las muchas veces que iba a mi oficina –muchas más de las que iba a clase– para hacerle preguntas que me disgusta hacer y confirmar, si eso fuera posible, todos mis prejuicios. Si los confirmé o no, no lo sabría decir, pero me enteré de algunas cosas.

Que se había metido en el ejército para defender a la patria.

Que no se arrepentía.

Que lo mismo hubiera hecho de seguir viviendo en México.

Que lo único que aprendió fue que ninguna guerra es buena.

Que, de todas formas, volvería a ir.

Cuando acabó de contar, aquel muchacho que me miraba a los ojos mientras hablaba, me pidió que le siguiera preguntando. Y no me pareció que se asustara mucho cuando quise enterarme de lo que le tocaba hacer.

Tenía que ir a las casas a rematar a la gente. La mayoría de las veces, mujeres y niños.