Escuché a la Tierra,
su rugido de madre en agonía
y al depredador en acecho
de la fiera parturienta.
Tan por lo bajo y a destiempo
que, entre letargo y vigilia,
un sobresalto de raíces enervaba
capilares y nervios.
Hay un fuego,
dicen, devorador y ciego
al interior de este cuerpo milenario
pujando por parirse;
y busca subir
para explayarse
contra las paredes
que lo oprimen.
Cavé hondo, no la fosa:
el hambre, la soledad, el desapego,
la memoria corrompida por los duelos,
para dar, al fondo, con lo firme
en traslación, mi júbilo.
Esta noche la noche me depreda
desde adentro hacia la punta de los dedos.
Será el fuego diminuto, aquí en mi centro,
quien me ayude a levantar los brazos
con mucha o con poca esperanza,
incluso con ninguna, para alzar el futuro
antes que su presa dé la vuelta y lo destruya.
Con desespero, viene un hijo
tocando todas las puertas
para nacerse por sorpresa
en otra isla –si no otro mundo–;
y, ¿entre otras gentes?,
en esta hora cuando insurgen
pesadillas como flores
de archipiélago bramante.
Alzaremos en precario,
sobrevivientes relativos
a la longevidad del musgo,
nuestra juventud primal
con pie de amigo;
porque lo frágil vence si se une
y lo hundido emerge del subsuelo
si sujeta por un rizo
las guedejas expansivas
de la caverna.
En algunas extensiones,
las fisuras contendrán
un génesis o, dirán, apocalipsis,
pero no esta soledad.
Ella quiere despedirse.
Emprendió el viaje de regreso
al baobab y a la espesura
aunque mil años
le cueste desprenderse
de miríadas de átomos
zurcidos a la memoria
turbia del big bang.