The Literary Review Issue 9
Fiction Page 28
Donde solo crecen las piedras
por Marithelma Costa
La voz del ave
que la penumbra esconde
ha enmudecido.
Andas por tu jardín.
Algo, lo sé, te falta.
―J.L. Borges
De sus dedos brotaban hojas de bambú, agujas de pino, flores de ciruelo. Koho Yamamoto, la maestra de pintura sumi-e que llegó a Nueva York al terminar la Segunda Guerra Mundial y vivía en la Sexta con Bleecker, por nada del mundo se aventuraba al norte de la Calle 14.
Sin embargo su día a día no siempre había girado en torno a una cuantas manzanas del Greenwich Village. Una tarde nos encontarmos haciendo fila en la taquilla del cine de la Calle 12 para ver un documental sobre un famoso chef de sushi y comenzamos a conversar. No es que fuera una persona muy locuaz, sino que la había ayudado a hacer algunos arreglos en su apartamento y, para matar el tiempo, le pregunté por la familia. Sin pensarlo dos veces, comenzó a contarme la historia de su vida, y esta era mucho más interesante que la película que íbamos a ver.
Era la menor de cuatro hermanos y al morir su mamá –ella tenía cuatro años–, la enviaron a vivir con su tío a la ciudad de Fukuoka, en el norte de la isla de Kyushu. Hacia el sur quedaba Nagasaki. Y allí, rodeada de una vegetación exhuberante y gran catidad de cultivos, parecía que se escaparía de la guerra. Pero no fue así.
Su tío era un pan de Dios, se parecía al mismo Buda. No se podía decir lo mismo de la esposa, sobre todo para una niña huérfana e hipersensible. A pesar de la tristeza, allí conoció la flor del ciruelo y el bambú, se dejó mecer por la algarabía de los primos y por las salmodias que recitaban los monjes en el templo Tocho-ji que quedaba cerca de la casa.
A los nueve años hubo otro cambio: su papá, que era poeta y calígrafo, se mudó a San Francisco y se la llevó del Japón. Tenía un pequeño lunch counter y se había vuelto a casar. Pero el 7 de diciembre de 1941, la aviación japonesa atacó la base de Pearl Harbor y el presidente Roosevelt le declaró la guerra al Japón.
De pronto todos los vinculados a ese país se convirtieron en espías y, por la seguridad nacional, había que encerrarlos. Entonces Kojo tuvo que mudarse con su familia y a la fuerza a Tanforan, un antiguo hipódromo. Este fue su primer campo de concentración. Allí se vio durmiendo en establos y comiendo en barracones. Y allí conoció a su maestro de pintura, el artista japonés Chiura Obata.
No fue fácil. El gobierno le asignó un sueldo mensual a los cocineros y médicos que alimentaban y cuidaban a sus paisanos en aquella cárcel improvisada. Y a los que no eran profesionales como su familia se les daba lo mínimo para jabón y algún que otro medicamento.
Fueron meses de humillación, de rabia… Pero la reacción del maestro fue contundente: “la educación es tan importante como la alimentación”. Tanto insistió que venció la actitud de las autoridades y las reticencias de jóvenes y mayores, y comenzó a impartir clases de pintura. Sus alumnos y colegas de la Universidad de Berkeley, donde enseñaba antes del confinamiento, le llevaban papel, tinta, pigmentos, y le hablaban con tristeza desde el otro lado de la cerca. Obata, quien había pintado las inmensidades de los Yosemites y las llevaba por dentro, les respondía: “Yo no me veo tras las rejas. Los veo a ustedes rodeados de alambre de púas”. Koho pronto se convirtió en su mejor discípula.
El 11 de septiembre del año siguiente, el gobierno montó aquella ciudad en miniatura en varios trenes y se la llevó a Topaz, en el desierto de Utah. Fue su segundo campo de concentración. En aquel nuevo espacio conoció el polvo del desierto, el frío y el calor extremos, y un paisaje donde sólo crecían las piedras. Eran cerca de 8,000 prisioneros y estaban rodeados de soldados armados hasta los dientes. Por lo menos, con ellos iba su maestro Obata.
Para la primavera, un vecino que vivía en la barraca del lado salió a pasear a su perro. Tenía sesentaitrés años, era sordo y cojeaba un poco. Al perro lo había encontrado realengo, y tras compartir con él su comida, se volvieron inseparables. Pero una tarde, mientras le tiraba una pelota, se le enredaron los pies en los sobrantes del alambre de púas que había en el suelo. Desde su atalaya, un policía militar los vio, les gritó que se separaran de la verja, y como no reaccionaron, los mató a tiros.
El duelo duró meses. Todo el campamento se sumió en el luto. Y Kojo comenzó a escribir haikus gracias a su maestro, quien logró darle sentido a aquella existencia demencial.
Su hermano, sin embargo, explotó un buen día y renunció a la ciudadanía estadounidense. Entonces la familia entera fue castigada y los trasladaron a Tule Lake, otra prisión aun más hacinada, donde la comida y las barracas eran inmundas, no había cuidado médico y se vivía bajo ley marcial. Pero lo peor para Kojo fue que su maestro Chiura Obata se quedó en el campo de Utah.
De momento, abrieron la puerta del cine Cinema Village y lo último que dijo ese día fue que en Tule siguió pintando y comenzó a escribir poemas tanka de treinta y un sílabas. Su pena rebasaba las diecisiete sílabas de los haikus.
The sound of the bird
that the twilight is hiding
Has fallen silent.
You walk through the garden.
I know you are missing something.
―Jorge Luis Borges
Bamboo leaves, pine needles, plum blossoms sprouted from her fingers. Koho Yamamoto, the sumi-e painter who came to New York at the end of World War II and lived on Sixth Avenue and Bleecker, never ventured north of 14th Street.
Her life had not always revolved around a few blocks of old Greenwich Village. One afternoon I found her at the 12th Street movie theater box office, waiting to watch a documentary about a famous sushi chef, and we started talking. I am not saying that she was a particularly talkative person. To kill time, I asked about her family. Without thinking twice, she began to tell me the story of her life, which was much more interesting than the movie we were about to see.
Koho was the youngest of four children, and when her mother died ––she was around four years old–– she was sent to live with her uncle in the city of Fukuoka, at the northern end of the island of Kyushu. At the southern end was Nagasaki. And there, surrounded by lush vegetation and a large number of crops, it seemed that Koho would escape the war. But that did not happen.
Her uncle was a kind of Buddha. The same could not be said for his wife, especially for an orphaned and oversensitive child. Despite Koho’s sadness, in her new home she was swayed by the hubbub of her cousins and by the monks’ rhythmic chants in the nearby Tocho-ji temple. When she was nine, her father moved to San Francisco and took her away. He had remarried and ran a small lunch counter. But on December 7, 1941, Japanese aircraft attacked the Pearl Harbor navel base and President Roosevelt declared war on Japan.
Suddenly ethnic Japanese were seen as spies who had to be locked up to protect national security. Koho and her family were forcibly moved to a former racetrack, Tanforan. This was her first concentration camp. There she found himself sleeping in stables and eating in barracks. And there she also met her teacher, Chiura Obata.
It was not easy. The government assigned a monthly salary to the cooks and doctors who fed and cared for their countrymen in that makeshift jail. And non-professionals like her family were given the bare minimum for soap and medicine.
These were months of humiliation, of rage. But the teacher’s reaction was irrefutable: “Education is as important as food.” He insisted so strongly that he overcame the indifference of the authorities and the reluctance of young and old and began to teach painting classes. His students and colleagues at University of California at Berkeley, where he taught before confinement, brought him paper,, ink, and pigments and spoke sadly to him from the other side of the barbed wire. Obata, who had painted the immensities of the Yosemites and carried them in his soul, replied: “I do not see myself behind bars, I see you surrounded by barbed wire.” Koho soon became his best disciple.
On September 11, 1942, the government mounted that miniature city and its inhabitants on several trains and transported them to Topaz, in the Utah desert. It was her second concentration camp. In that new space, she came to know the dust of the desert, extreme cold and heat, and a landscape where only stones grew. They were about 8,000 prisoners, surrounded by heavily armed soldiers. At least her teacher Obata was with them.
That spring a neighbor who lived in the shack next door went out to walk his dog. He was sixty-three years old, deaf, and limped a little. He had found the street dog around the camp, and after sharing his food with it they became inseparable. But one afternoon, while throwing a ball to his dog, the man’s feet got tangled in the scraps of barbed wire on the ground. From his vantage point a military policeman saw them, yelled at the man to get away from the gate, and since they did not react, he shot them dead.
The sorrow lasted for months. The entire camp was in mourning. Koho began writing haikus thanks to her teacher, who helped her to make sense of that insane existence. One day her brother exploded and renounced his American citizenship. For this the entire family was punished. They were transferred to Tule Lake, another prison even more overcrowded, where the food and barracks were filthy. There was no medical care, and they lived under martial law. But the worst thing for Koho was that her teacher, Chiura Obata, had remained in the Utah camp.
Suddenly the door of the Cinema Village movie theater opened, and the last thing she said that day was that in Tule Lake she continued painting and began to write thirty-one syllable tanka poems. Her grief exceeded haiku’s seventeen syllables.